lunes, 16 de enero de 2012

El hombre como animal moral

Uno de los factores que hace al ser humano diferente a cualquier otra especie con vida, siendo la más similar a nosotros los animales, es la moral. 
¿Y qué es ésta entonces? Pues bien, podríamos definirla como aquella cualidad que hace al hombre actuar libre y conscientemente según un criterio y un juicio propio.

Cierto es que los animales también actúan con libertad: cuando tienen hambre comen, cuando están cansados duermen e incluso cuando tienen frío se resguardan de él; sin embargo, no poseen la capacidad de razonar por qué motivo lo hacen o que ocurriría si no lo hiciesen. De esta manera, jamás pediremos explicaciones a unas arañas que devoran a su madre tras haber nacido, al igual que ellas jamás se responsabilizarán de tal “crimen”.

Mientras que éstos actúan instintivamente, el ser humano sigue una serie de razonamientos  que le hacen tomar una decisión u otra. Aquí jugaría un papel muy importante la prudencia en la acción, como predecesora de la repercusión y, por lo tanto, de la responsabilidad asumida.

Como dijo Descartes en su Discurso del Método: “Y, entre varias opiniones,… no elegí sino las más moderadas… hubiera pensado que cometía una gran falta contra el buen sentido si,… me hubiera obligado también a tener que aceptarla posteriormente como buena, cuando tal vez hubiera dejado de serlo o yo hubiera dejado de estimarla como tal.”

Podemos ver cómo, por miedo a errar, intentamos tomar una decisión que no sea tan extrema y por lo tanto su resultado no pueda llegar a ser tan negativo. 

A su vez, mientras los animales disfrutan de una libertad externa, aquella que implica un carácter natural y físico, el hombre goza además de una interna que le otorga la capacidad de regirse según sus propios criterios (autocrítica). De esta manera, si actuamos según una mala acción, una mala moral, se nos privará de tal libertad. Así, si un hijo matase a su madre sería ajuiciado y probablemente encarcelado, mientras que las arañas que mencionamos anteriormente simplemente seguirían su transcurso como si nada hubiese ocurrido.

Si pese a estas manifestaciones todavía llegamos a pensar que no todo es elegido por nosotros, que existen decisiones que se escapan de nuestras manos y que por lo tanto no somos completamente libres, estaríamos actuando de mala fe según Sartre, puesto que, según afirma en su obra El existencialismo es un humanismo, “…el hombre está condenado a ser libre.”

Y sí, es cierto que desde el momento en el que nacemos se nos está imponiendo algo, ya que no hemos elegido existir; pero desde ese instante, el ser humano decide dónde pisar y hacia dónde dirigir la mirada, por lo tanto nunca hemos de excusar nuestros actos con presuntas imposiciones deterministas, pues si de algo hemos de sentirnos orgullosos es de tener la capacidad de prever y predecir las repercusiones de nuestras acciones antes de que éstas ocurran y tengamos que afrontarlas.

Alejandro Gómez Villanueva

miércoles, 11 de enero de 2012

No todas las aves pueden volar

El baile de las aves migratorias (Enric Calafell)
Desde hace algún tiempo hay una historia que no ronda mi cabeza, pero hoy déjame que te la cuente…
 

En primer lugar, me gustaría hacer un pequeño inciso. Según dice la Real Academia Española de la Lengua, la paramnesia (más conocida en francés, déjà vu) es una “alteración de la memoria por la que el sujeto cree recordar situaciones que no han ocurrido o modifica algunas circunstancias de aquellas que se han producido.” Estoy totalmente de acuerdo con esta definición, pero ¿cómo llamaríamos a ese extraño fenómeno que consiste en olvidar durante tanto tiempo, quizás durante tantos años, aquellas situaciones que realmente han ocurrido y que no recordamos hasta que un día sin más vienen a nuestra mente? Por un momento parecen ser historias de vidas ajenas que se esconden en cofres perdidos en lo más profundo del océano. En ocasiones son preciosos los tesoros que desvelan, sin embargo son otras en las que se tratan de anguilas eléctricas que se enredan al cuello hasta dejarnos sin aliento.

Pues bien, volviendo a la historia, resulta que el primer día de instituto de Olivier fue uno de estos casos extraños.

Cuesta afirmar con exactitud de qué año estamos hablando o dónde tuvo lugar, puesto que parece un recuerdo borroso que queda muy atrás en el tiempo, pero lo que si llego a evocar son los rayos de un suave sol septembrino que se dejaban ver entre los gritos y limoneros que protegían a un grupo de adolescentes de su timidez.

Resulta que para aquel entonces nuestro querido polluelo era un Agapornis común… -¡Vamos, desde luego que sabéis a lo que me refiero!,  o acaso no habéis oído hablar de estos periquitos “inseparables”.-  En fin, como su propio nombre indica, su misión en esta vida es alcanzar el amor (ágape), de ahí que una vez hayan encontrado su pareja no sean capaces de separarse (inseparables) ni ansiar otra cosa que perecer junto a ellas. Muchos cuentan, que incluso si uno de los dos fallece el otro restante también lo hace de la tristeza…

Pues bien, volviendo a aquel día de septiembre, ante los ojos de Olivier se presentaron dos grandes cielos azules por los que, extraña y misteriosamente, su alma por primera vez se habría convertido en ave migratoria una vez llegado el invierno. Pero como ya sabéis, no siempre están las aves preparadas para desplegar las alas tras un soplo de viento, como ocurre con esos gorriones que volvemos a lanzar a los tejados; o simplemente aquellas que ansían la libertad pero que han estado tanto tiempo encerradas que una vez libres no saben qué hacer, como le sucede a nuestro querido canario del que olvidamos accidentalmente la puerta abierta y encontramos escondido entre las macetas de nuestro patio. Y es que no todas las aves pueden volar.

Los avestruces, por ejemplo, parecen sentirse realizados por correr a tanta velocidad, como si el mismo Hades fuese tras ellos, como si el tiempo vital fuese demasiado corto para caminar sobre él, y resulta que lo único con lo que sueñan es con poder volar; las gallinas, se preocupan tanto por su negocio de huevos que ni siquiera llegan a tener tiempo para aprender a cantar; los colibrís, ¿esos diminutos y preciosos pajaritos que vemos revolotear entre la flores? no pueden dejar de mover las alas porque si lo hiciesen su corazón estallaría de la presión, creedme, parecen felices pero ni siquiera pueden llegar a asentar sus propias vidas. Los cisnes, son capaces de esperar en el lago luciendo su blanco y espeso plumaje durante toda una vida, hasta que un día se hacen viejos y se dan cuentan de que es lo único que han hecho en ella; las cigüeñas, nos engañan con leyendas sobre cómo traen bebes al mundo colgando de su largo pico dorado, pero migran con tanta frecuencia que, pese a conocer tantos lugares, ni siquiera tienen uno al que puedan llamar hogar; y los buitres, éstos son los peores, resulta que son tan salvajes que se alimentan de la carroña hasta que llega un día en el que alguien aún más salvaje los exhibe en su sala de estar.

Sin olvidar a nuestro joven Olivier, desde luego que se convirtió en ave migratoria, pero fue ya bien pasado el invierno; también fue colibrí, incluso oí que un día llegó a ser un precioso cisne. Realmente, hoy no sé qué habrá sido de este Agapornis común –exacto, esos periquitos “inseparables”-, pero desde luego debe estar tan asustado que quizás su mejor opción no sea otra que enjaularse para algún que otro día de valor jugar a esconderse entre las macetas de un remoto patio.

Y es que me pongo a pensar y, si fuésemos aves, difícil sería saber cuál es el momento para abrir las alas, o para estar lo suficientemente preparados como para volar con el viento en contra. Lo que sí es cierto es que algún día deberíamos dar ese paso, porque tenerlas para no usarlas sería humillar a aquellos que, desafortunadamente, nacieron sin ellas, como los avestruces.

Y sin más, y aunque la gran mayoría de vosotros no lo sepa, con esta historia mato dos pájaros de un tiro.

Alejandro Gómez Villanueva