lunes, 29 de agosto de 2011

El Príncipe desconocido

El caminante sobre el mar de niebla (Caspar David Friedrich)
Desde hace algún tiempo hay una historia que ronda mi cabeza, déjame que te la cuente…



Hace ya algunos años, dice la leyenda que un ser complejo de nombre desconocido apareció de pronto desde la nada en una de las aldeas más pequeñas de toda Austria, en un lugar donde los ríos vomitaban vino y en el que una pequeña iglesia conformaba el único lugar de recreo para sus habitantes.

Éstos, sumergidos en una vida totalmente rutinaria, quedaron asombrados frente a tal regalo de la naturaleza, un hombre en cuyos ojos no había señal alguna de duda, cuya serenidad demostraba no haber padecido jamás el miedo y cuya alma reflejaba la solidez de la corteza de un roble.


Desde el primer momento fue acogido con hospitalidad por todos los vecinos, pues así mandaba la costumbre, y para sorpresa de muchos su presencia resultó ser tan agradable que rápidamente lo tomaron como uno más, no sólo del pueblo, sino de sus propias familias.


Fueron muchas las historias que los pájaros dejaron tras su paso durante las migraciones invernales. La gran mayoría hablaban de su procedencia, así como aquella que le tomaba por un aviador de los mares del sur, allí donde el agua era tan azul, que una vez en aras de tocar el cielo fue encontrado ahogado en la inmensidad del océano. Otras decían que se trataba de un gentleman inglés que un día escribió una novela de amor tan apasionada que este mundo perdió total interés para él. De tierras más áridas se oyó que fue un gran sultán persa, sosegado frente a mil y una historias que una bella joven iba narrando. Y la más reciente, no hace demasiado tiempo, un rumor que le desvelaba como el joven príncipe por el cual la preciosa sirena Rusalka renunció a su inmortalidad y a su dulce voz.


Con respecto a su vida sentimental poco más se sabía, aunque por lo visto hace no muchos años se convirtió en toro para consumar su amor junto a la diosa Europa.


Sinceramente, nunca nadie mencionó nada al respecto, y esos cantos se los llevó el viento allí donde también se lleva la verdad, lejos de toda civilización. Quizás algunas de esas historias fuesen reales, o incluso puede que finalmente ninguna; lo que sí es cierto es que desde el primer momento vivió en casa de todos los vecinos, donde fue atendido a cambio tan sólo de su encantadora presencia.


Pasaron los días, y el príncipe desconocido empezaba a sentirse aburrido. En cinco años ya había dibujado miles de sonrisas, lanzado más de alguna estrella fugaz y despejado algún que otro día gris, sin embargo ahora sentía de nuevo la necesidad de ser necesitado en algún que otro lugar del mundo, “quizás miles de personas aún no sepan ni siquiera que al reír todo parece más azul”, se decía a sí mismo.


El día que decidió partir, mientras recogía sus cosas, se acercaron todos los vecinos a ofrecerle regalos que le sirviesen en su largo viaje y le recordasen un pequeño lugar en el planeta que siempre estaría esperándolo con los brazos abiertos. Entre éstos constaba una brújula para jamás perder el norte, un espejo para jamás olvidar quién era y las llaves de las puertas del pueblo, para que éstas jamás estuviesen cerradas ante su llegada. Y aunque las lágrimas bañaron muchos rostros, una promesa de retorno y una simple sonrisa confiada bastaron para que los apenados cayesen de nuevo en ese curioso estado de eterna felicidad.


Ya saliendo de allí, se detuvo ante un río contemplando cómo el sol se iba derritiendo en una paleta de tonos anaranjados, dándose cuenta de que siempre echaría de menos ese lugar de ensueño. De pronto, sintió como si una piedra golpease su cabeza, se volvió y vio a una joven de vestido azul sentada sobre una roca.


-  Perdone señor, ¿se encuentra usted bien?-  preguntó la joven.
-  Por supuesto que lo estoy. ¿Qué le hace pensar lo contrario señorita?
-  Me temo que le llueven los ojos, le tiemblan las piernas y estoy segura de estar viendo el atardecer a través de su pecho.

El príncipe desconocido vaciló por un instante y se acercó al río. Al sincerarse su reflejo, vio que la joven tenía razón, y en ese mismo momento, a kilómetros de profundidad, un ejército de niños y borrachos destruía la única fortificación que protegía su misterioso palacio.
De la tristeza, nuestro querido príncipe se encerró en sí mismo, se le secaron los ojos y lanzó al agua todos sus recuerdos, olvidando así de donde venía, quién era y hacia donde se dirigía. Y, apenas sin voz, llegó a pronunciar las últimas palabras que jamás nadie oiría salir de su boca: - “Soy el ser más solitario del mundo”.
La joven se compadeció, le rodeó con su perfume y le hizo entrega de uno de los tesoros más valiosos que jamás un hombre haya podido tener, una botella que al mirarla era capaz de mostrar aquello que su dueño desease con mayor fuerza.
Con la cabeza agachada partió con los ojos rajados de la tristeza, y el corazón inundado en soledad, dejando atrás una única mirada dirigida a la joven del vestido azul. Desgraciadamente ésta parpadeaba en ese preciso instante.

Desde entonces, jamás se volvió a saber con certeza más sobre él. Al parecer caminó durante tres años para llegar al pico más alto del universo, lloró durante dos días y luego retomó su viaje durante más de una década hasta encontrar refugio en una cueva en las profundidades de la Tierra, donde decidió hacerse roca.
Algunos cuentan que  perdió la vista y se le cegó la cordura y que durante años vivió sólo, anclado a la piedra en la que un día se abandonó con una objeto brotando de su mano, un objeto que jamás dejaba de mirar y en el que jamás consiguió ver más que una joven de vestido azul sentada a los pies de un arroyo, sonriendo mientras sus ojos reflejaban la aurora.

Esta historia la conocí en mi primer viaje a Austria cuando en una piedra descubrí labrado su epitafio, no demasiado lejos de una pequeña aldea donde los ríos vomitan vino y una pequeña iglesia conforma el único lugar de recreo para sus habitantes. Éste decía así:


“Pasé tres siglos cavando un agujero oscuro donde vivir, durante otros tres intenté con todas mis fuerzas salir de él, y resulta que para cuando consigo ver de nuevo la luz, mi cuerpo no es capaz de soportarla. Aquí yace el ser más solitario del mundo”.

Alejandro Gómez Villanueva